IV.- Revisión del utilitarismo: la libertad como bien.
Mill acepta el principio básico del utilitarismo de que las acciones son buenas en cuanto tienden a promover la felicidad y malas en cuanto tienden a producir lo opuesto a ella, entendiendo por felicidad el placer y la ausencia de dolor y por infelicidad el dolor y la privación del placer.
Mill matiza y profundiza en el concepto de felicidad. Ésta no es la mayor felicidad posible del propio individuo, sino la felicidad general. La felicidad general es un bien para el conjunto de todas las personas. ¿Por qué la felicidad y no otro bien? La respuesta de Mill parte de un postulado según el cual, todo hombre/mujer busca la felicidad, y sólo la felicidad como fin de sus acciones.
Para Mill ya no se trata, como en el Bentham maduro, de concebir la libertad como condición para que se formen y expresen los deseos y preferencias razonables de los individuos, sino de un elemento consustancial al desarrollo de las facultades humanas y la mejora de la especie.
La felicidad no puede identificarse, de este modo, con una dimensión placentera, sino como un fin complejo que incluye la búsqueda de la verdad y la virtud; no puede restringirse a la satisfacción de los deseos, sino que requiere la libertad, dignidad, seguridad y posibilidades de desarrollo de las facultades humanas de inteligencia y sociabilidad. Hay, pues, un conjunto de fines, cuya determinación requiere la práctica de un cierto arte de vivir, para los que la idea de felicidad es sólo una justificación y un criterio e evaluación.
Este planteamiento supone introducir, junto al principio de utilidad, otros principios secundarios que actúen como criterios o guías de acción (*). La dificultad de un criterio moral supone reconocer que en el ámbito de las acciones humanas, incluso las buenas intenciones no bastan, también hay que atenerse a las consecuencias (*).
En su On Liberty [Sobre la libertad] (1859), la libertad de pensamiento y de expresión es defendida con este trasfondo. Según Mill, la discusión debe favorecerse en cualquier circunstancia:
.- porque la opinión contraria puede ser verdadera, ya que no cabe atribuir a nadie la infalibilidad.
.- porque aún siendo falsa, con el ejercicio de la controversia aumentará la comprensión de la verdad y ésta se reforzará en las mentes.
Se trata, pues, de un alegato dirigido no sólo contra todo fanatismo ideológico que pretende una afirmación unilateral de la verdad, sino contra lo que Mill –bajo la influencia de Alexis de Tocqueville- llamará la tiranía de la opinión mayoritaria (opinión pública).
Sólo la libertad crea, pues, el clima que permite desarrollar la fuerza del antagonismo de la individualidad, que es considerada como uno de los elementos del bienestar.
Por tanto, la libertad ha de comportar la posibilidad de elegir entre una diversidad de estilos de vida personal en todo aquello que se refiera sólo a uno mismo y no afecte a los demás. La interferencia en la vida privada de los individuos sólo puede justificarse por una necesidad de autoprotección o para evitar interferencias a terceros.
Esta defensa de la privacidad choca con la objeción de que apenas existen actos que, de algún modo directo o indirecto, no afecten a otros miembros de la sociedad. Pero, aun en este supuesto, según Mill, sólo cabría sancionar el resultado perjudicial para otros que pudiera derivarse de una acción, pero no las conductas disidentes o minoritarias por sí mismas. La tolerancia de éstas y la prioridad de la autonomía personal con respecto a la seguridad también se apoyan en el optimismo de Mill con respecto al desarrollo de los seres humanos.
Mill estaría escandalizado por el espectáculo de los Estados que en nombre de la seguridad, hacen del escrutinio de la vida privada de los ciudadanos. Que en nombre de la libertad la socavan, y que dicha libertad no es un don establecido para siempre, sino que es muy frágil y volátil. Sólo una sociedad como la que aspiraba Mill, sea capaz de vigilar las acciones del Estado.